No se puede vivir sin salsa de tomate fresco. Hacerla es fácil y se conserva sin problemas en el frigorífico en un Tupper o se puede incluso congelar en porciones individuales.
En primer lugar se ponen los tomate en una olla con agua hirviendo, para poder quitar la piel. En realidad yo prefiero mantenerla, y muchas veces los pongo en la Thermomix tal cual para triturarlos, pero los niños a veces le quejan. Sigo pensando que algo de fibra no les viene mal, pero bueno…
Se escurren, se dejan enfriar un poco y luego se abren, metódicamente, para quitarles las semillas, o parte de ellas. Las semillas no son venenosas, su única culpa es que acidifican la salsa y aumentan la proporción de parte líquida, con lo cual la salsa tarda mucho más en espesarse, y así se pierden también varias vitaminas termolábiles.
En una sartén antiadherente se pone una cebolla picada o, mejor aún, rallada y un poco de aceite, y se pone a fuego fuerte para que la cebolla empiece a dorarse. Se añade entonces el tomate sin semillas, troceado, triturado a cuchillo o con Thermomix o robot de cocina. Yo prefiero simplemente trocearlo porque luego se deshace él solito, si no le hemos quitado la piel mejor pasar por la Thermomix.
Se añade sal y un poco de azucar para rebajar el punto de acidez del tomate. En realidad la cebolla también nos proporciona azúcares para contrarrestar el punto ácido, pero una puntita de dulzor no viene mal.
Ahora lo dejamos cocinarse removiendo de vez en cuando con una cuchara de madera. Veremos que al principio el tomate soltará mucho líquido: no nos preocupamos por ello. con el pasar de los minutos el líquido evaporará y nos dejará una salsa de tomate cremosa.
Al apagar el fuego se añaden unas hojas de albahaca, la de hoja ancha que tiene más aroma, se mezcla y se deja descansar unos minutos.
Esta salsa se puede usar uncluso como base para muchos tipos diferentes de salsas: con olivas, con atún, etc.